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Francisco Santos
Miseria, hambre y represión. El trasfondo de la primera
guerra carlista en Navarra. 1833-1839
ISBN: 84-95075-71-7
278 págs.; 17 x 24 cms.; Pamplona, 2002
Colección Historia, 8
16,83 euros
Este libro estudia el primer carlismo
navarro, como respuesta al proceso de transformación liberal,
investiga en sus implicaciones socioeconómicas y muestra
la extracción mayoritaria de campesinos jornaleros en dichas
filas carlistas. Se indaga asimismo en los gastos de la guerra,
que generaron la ruina de muchos pueblos navarros, y a la postre
un fuerte endeudamiento de la Diputación y de los entes
locales.
Presentación: “Miseria, hambre y represión.
El trasfondo de la primera guerra carlista en Navarra. 1833-1839”
Este libro estudia el primer Carlismo navarro,
como respuesta al proceso de transformación liberal, investiga
en sus implicaciones socioeconómicas y muestra la extracción
mayoritaria de jornaleros en dichas filas carlistas. Para el estudio
del bando liberal se usan los listados de se usan los listados
de componentes de las milicias urbanas que organizan las localidades
defensoras de Isabel II.
Los ayuntamientos, por su parte, y como consecuencia
de una guerra, hipotecados por los gastos se vieron obligados
a poner en venta parte de sus propios bienes y de los comunales.
Evidentemente, los compradores fueron hacendados y comerciantes,
que en plena contienda, habían prestado dinero a esas corporaciones
y que de ese modo se beneficiaron de la lucha. Muchos municipios
vendieron el usufructo de las hierbas y no la propiedad de la
tierra, ni el derecho a rotularla. No obstante, los compradores
con el paso del tiempo se apropiaron de esas corralizas y las
cultivaron, arrebatando a los pueblos parte de su patrimonio.
Todo ello originó una terrible lucha en el agro navarro
durante los siglos XIX y XX, de funestas consecuencias sociales.
FRANCISCO SANTOS ESCRIBANO es
natural de Ablitas (Navarra). Doctor en Historia por la Universidad
Pública de Navarra y profesor de instituto. Especializado
en la primera guerra carlista en Navarra, ha publicado varios
artículos sobre el tema en diversas revistas, como “Gerónimo
de Uztáriz” (La financiación de la primera
guerra carlista en la Ribera Tudelana), “Huarte de San Juan”
(Miseria campesina en Navarra al final de la guerra carlista:
la cuestión corralicera) y “Merindad de Tudela”
(La Ribera de Tudela durante la primera guerra carlista, 1833-1839:
el funcionamiento de la milicia urbana; y El primer carlismo a
través de dos observadores de excepción). Está
pendiente de publicación un libro sobre la organización
y la lucha por el agua de uso domestico en los pueblos de la Mancomunidad
del Moncayo.
Índice: “Miseria,
hambre y represión. El trasfondo de la primera guerra carlista
en Navarra. 1833-1839”
Prólogo
Introducción
Parte Primera
Los protagonistas de la guerra
1. Bases sociales del carlismo: entre la voluntariedad
y la coacción
1.1. El cómputo de huidos de las filas carlistas
1.2. Motivaciones para el aislamiento
1.3. Represión a las familias
1.4. Las quintas
1.5. Conclusiones
2. Los apoyos del gobierno constitucional
2.1. Introducción
2.2. En busca de voluntarios
2.2.1. La milicia urbana en números
2.2.2. Las sanciones a los pueblos que no forman la Milicia
2.2.3. Aproximación sociológica a los milicianos
2.2.4. La financiación de la Milicia
2.2.5. Dinámica interna y disciplina
2.3. Conclusiones
Parte Segunda
La economía de guerra: la financiación de la contienda
3. La financiación del ejercito carlista
3.1. La extensión de la zona de dominación carlista
3.2. La organización económica de la Junta Gubernativa
Carlista
3.2.1. Las cuentas del ejercito carlista
3.2.1.1. La política económica de las Juntas de
las Provincias
Vascongada y de Navarra
3.2.1.2. Reunión de Elorrio
3.2.1.3. Convenio de Legazpia
3.2.1.4. Reunión de Monreagón
3.2.1.5. Reunión de Zumárraga
3.2.1.6. Reunión de Beasaín
3.2.1.7. El proyecto de contribución única
3.3. La fiscalidad inmediata: aprehensiones de ganado, extorsiones,
requisas,
secuestros, bagajes 103
3.3.1. Aprehensión de ganados 104
3.3.2. Extorsiones al campesino 105
3.3.3. Bagajes 106
3.3.4. La pasividad y las protestas de los pueblos ante los pedidos
de
suministros 107
3.3.5.Las necesidades económicas del ejército carlista
y sus intentos
de conquistar la Ribera de Navarra 113
3.3.5.1. Los sucesos de Villafranca 115
3.4. Conclusiones: la extensión de la miseria campesina
4. La financiación del ejercito liberal 121
4.1. La delimitación de la zona liberal 121
4.2. Los suministros como impuesto de guerra a los “rebeldes”
(1833-1836) 124
4.3. Las contribuciones en metálico 128
4.3.1. Las sanciones económicas por no formar Milicias
Urbanas 128
4.3.2. Contribución extraordinaria de guerra (1838) 129
4.2.3. Contribución extraordinaria de guerra (1840) 130
4.4. Los pedidos de suministros a los pueblos (1836-1840) 131
4.4.1. Las juntas de merindad o de liquidación y suministros
131
4.4.2. El montante de los suministros 133
4.5. Bagajes 142
4.6. Requisas y secuestros de bienes por la fuerza 149
4.7. Las contratas de víveres 159
4.8. Consecuencias: malestar y protesta campesina 161
Parte Tercera
La conflictividad social
5. Tensiones políticas y sociales. Las actitudes
del campesinado 169
5.1. El campesino navarro en la primera mitad del siglo XIX. En
torno al
concepto campesino 169
5.2. La crisis económica en Navarra en el primer tercio
del siglo XIX 171
5.3. Las expresiones de ese descontento social en vísperas
de la guerra 175
5.3.1. Los robos en un contexto de necesidad 175
5.3.2. Los insultos políticos 178
5.3.3. Los desórdenes del carnaval 180
5.3.4. La relajación de costumbres 182
5.4. La actitud campesina ante los inicios de la guerra 184
5.5. La actitud ante el nuevo impuesto de Culto y Clero 190
5.6. Desordenes públicos y rebeldía 193
5.7. Conclusiones 198
Parte Cuarta
Las consecuencias de la guerra
6. Las consecuencias sociales y económicas
203
6.1. El final de la guerra y la vuelta a casa de los combatientes
203
6.2. La necesidad de tierra: las roturas ilegales de tierra comunal
208
6.3. Las solicitudes de los ayuntamientos para enajenar tierras
de propios
y comunales. Las ventas de corralizas y sus consecuencias 212
6.3.1. Planteamientos jurídicos de las ventas de corralizas
y sus consecuencias 220
6.3.2. Las ventas de la merindad de Olite 222
6.3.3. Las ventas de la merindad de Estella 237
6.3.4. Las ventas de la merindad de Tudela 240
6.3.5. Las ventas de la merindad de Sangüesa 242
6.4. Conclusiones 243
Conclusiones 245
Abreviaturas 251
Metrología 253
Fuentes 255
Bibliografía 261
Prólogo: “Miseria, hambre y represión.
El trasfondo de la primera guerra carlista en Navarra. 1833-1839”
por Ángel García-Sanz Marcotegui
El interés de los historiadores por el carlismo ha ido
creciendo progresivamente en los últimos años. Así
se pone de manifiesto en análisis historiográficos
tan perspicaces como el de Manuel Pérez Ledesma, de 1996,
y, por citar solo algunos de los más recientes, el de Jordi
Canal, en su libro El carlismo, o los incluidos en el número
38 de la revista AYER, coordinado por Jesús Millán,
ambos de 2000. En todos ellos se exponen los avances habidos en
las ultimas horas décadas en torno a las grandes cuestiones
que siguen siendo objeto de debate y centrando la atención
sobre el carlismo: la interpretación de sus causas y su
misma naturaleza, hasta qué punto se trata de un fenómeno
peculiar y distinto de otros movimientos contrarrevolucionarios
europeos, así como sus relaciones con ellos, su evolución
y las razones de su persistencia y de su declive en el franquismo.
En el caso vasco-navarro a todo ello se añade lo relativo
a las distintas lecturas del fuerismo en este movimiento socio-político
y a su posible mayor o menor conexión con el desarrollo
del nacionalismo vasco, lo que en cuanto respecta a Navarra, resulta
bastante problemático. Al menos, los testimonios disponibles
indican que los primeros nacionalistas surgieron de los integristas,
pero apenas podemos ir más allá de señalarlo,
pues apenas tenemos estudios monográficos al respecto.
En efecto, los historiadores que se han ocupado del carlismo navarro,
de acuerdo con los parámetros de la renovación historiográfica
de los últimos años, se han centrado fundamentalmente
en la guerra de los Siete Años (Mina Apat, Pan-Montojo,
Del Río Aldaz), en la de 1936-1936 (Aróstegui, Blinkhorn,
Ugarte Tellería) y en el colapso registrado en el franquismo
(Caspistegui, Villanueva).
En consecuencia, nuestro conocimiento sobre la evolución
del franquismo en Navarra desde el periodo isabelino hasta la
segunda República sigue siendo casi el mismo que hace un
cuarto de siglo, aunque sobre algunas etapas contamos con estudios
de ámbito geográfico más amplio (Garmendia)
y tenemos también otros que han abordado determinados aspectos
concretos, como culturales (López Antón) o algunos
de sus periódicos (el autor de estas líneas). Mientras
tanto, el avance de la historiografía sobre la Navarra
contemporánea en las dos últimas décadas
está reflejando que la realidad política y social
en la provincia era algo más compleja de lo que habitualmente
se admite y, por tanto, está introduciendo no pocos interrogantes
sobre una cuestión que todavía no se a abordado
directamente: la ponderación de la hegemonía del
carlismo en este territorio.
Desde luego hay pocas dudas -es preciso dejarlo meridianamente
claro- acerca de la supremacía del carlismo en Navarra,
y de hecho no hay nadie que la cuestione. Con todo, si hay algún
grado de incertidumbre sobre su implantación a lo largo
de sus casi dos siglos de historia, pues quizás tal supremacía
no fue tan absoluta y tan permanente (podríamos hablar
de movimiento “Guadiana”) como generalmente se afirma.
En cualquier caso las siguientes líneas sugieren que todavía
queda mucho por averiguar al respecto. Y es que, sin dar a los
liberales navarros más relevancia de la que tuvieron y
caer en el mismo yerro que los que pretenden lo contrario, no
siempre se tiene en cuenta que la influencia de una fuerza política
hegemónica es muy distinta si, por ejemplo, en las elecciones
logra el habitualmente el 50% de los votos o el 90.
En el sentido indicado en primer lugar, creo que hay un error
de perspectiva y es el considerar que toda la población
se alineaba políticamente y en concreto que durante las
guerras carlistas los navarros se enrolaron en uno de los bandos
contendientes: la inmensa mayoría serian carlistas y el
resto liberales. Por el contrario, parece lógico pensar
que muchos no estaban del todo ni con unos ni con otros y que
en aquellas contiendas su preocupación fundamental era
que sus consecuencias fueran lo menos gravosas para ellos.
Por otro lado se olvida también que muchos trataron de
acomodarse a los nuevos regímenes implantados en 1820,
1834, 1854 o 1868, sin desdeñar ninguna posibilidad y,
como dijo en 1886 un conspicuo liberal, hubo “pasteleros…
a dos vertientes”, que fueron variando sus posturas en función
de los acontecimientos, tal como próximamente se demostrará
en la tesis de Guillermo Herrero sobre la Milicia Nacional de
Pamplona. Además, actitudes similares se advierten también
entre los carlistas. Así se deduce, aunque sería
necesario estudiarla con detenimiento, de la evolución
de muchos de los que regresaron a España inmediatamente
después de que finalizara la guerra o en 1843 (los que
fueron clasificados en el Depósito de Aranjuez), o se acogieron
al derecho de amnistía de 1848 (decreto de revalidación
y reconocimiento de empleos del 17 de abril) o suscribieron la
postura de Cabrera de reconocer a Alfonso XII en 1875. Algunas
noticias permitan sostener que el número de combatientes
carlistas navarros que siguieron al general tortosino fue más
importante de lo que se admite. Asimismo puede resultar útil
averiguar en que se basaron los asesores de la Diputación
de Navarra para afirmar en Abril de 1873 que entonces había
más navarros encuadrados en las filas liberales que en
las del Pretendiente.
Esto último nos lleva a otro aspecto importante sin dilucidar:
el de la proporción de combatientes carlistas respecto
a la población total de Navarra en las guerras del siglo
XIX. Todo apunta a que aquellos que nunca fueron más de
8.000 o a lo sumo 10.000 en ningún conflicto, lo que viene
a suponer entre el 15% y el 20% de los hombres entre 18 y 40 años.
Ciertamente, ese porcentaje de movilizados es considerable a tenor
del tamaño de los ejércitos de la época,
exceptuando el francés y alguno más. No obstante,
en cualquier caso, sin entrar en el grado de voluntariedad de
unos y otros, hay que ponerlo en relación con el de los
integrados en la Milicia Nacional, sobre los cuales apenas se
ha hecho hincapié. Los efectivos de este cuerpo fueron
cambiantes, pero desde luego no deben ser minimizados, puesto
que en algún momento, por ejemplo en 1836, como también
demostrará Guillermo Herrero, llegaron a superar los 4.300
hombres, distribuidos mayoritariamente en los valles pirenaicos
orientales, Pamplona y la Ribera, sobre todo la tudelana. Si a
ellos se agregan los enrolados en el ejército liberal,
se puede concluir que el número de navarros que lucharon
con los carlistas en la guerra de los site años llegó
cuandpo menos a la mitad de cuantos lo hicieron a su favor.
A lo dicho sobre las guerras civiles se añaden los interrogantes
que sugieren los estudios sobre las distintas convocatorias electorales
de la Restauración. En ellos, y en otros sobre la evolución
política del periodo, se pone de manifiesto que las elites
navarras no fueron mayoritariamente carlistas y que estos últimos
no fueron siempre ni mucho menos en todos los distritos los más
votados. Indudablemente los resultados de tales comicios deben
ser acogidos con las consabidas reservas. Empero, la corrupción
del sistema electoral reinante entonces no se explica, sobre todo
teniendo en cuenta la siempre proclamada disciplina de voto en
las bases carlistas, que entre 1890 y 1923 los partidos del Turno
lograran en Navarra 59 actas (45 conservadoras y 14 liberales)
y los carlistas e integristas solo 52 (45 y 7, respectivamente),
siendo las cuatro restantes para un nacionalista. A esta distribución
de escaños se añade que el grado de penetración
del carlismo en Navarra fue muy distinto según las zonas
y que en algunos valles y comarcas enteras su impronta fue más
débil que en otras, como puso de manifiesto Pan-Montojo
al perfilar el “país carlista” y la “navarra
liberal” en la primera guerra.
En efecto, tales estudios electorales, aunque no han ofrecido
interpretaciones de por qué ocurrió así,
también han puesto de manifiesto que en una misma merindad,
como la de Aoiz-Sangüesa, hubo valles pirenaicos que votaron
siempre y mayoritariamente a los candidatos liberales, otros,
situados a sólo unas decenas de kilómetros al sur,
que lo hicieron, aunque no siempre de forma tan contundente, a
favor de los carlistas, y que en no pocos se apoyo por igual a
unos y otros. Igualmente, han permitido poner en cuestión
o al menos introducir algunas dudas respecto a tópicos
tan asentados como el de la hegemonía absoluta del carlismo
en Estella y su distrito. Para algunos una buena prueba en este
último sentido son los resultados de las elecciones legislativas
y en concreto el triunfo de su candidato Joaquín Llorens
en las ocho convocatorias de 1901 a 1918 (cuatro por el artículo
29). No obstante, la imagen del distrito varia si, además
de esos resultados, se contemplan los de las elecciones provinciales,
que en ese distrito son mucho más representativos que los
primeros, porque en ellas se elegían diputados y, a diferencia
de las primeras, el partido judicial o merindad coincidía
exactamente con el distrito electoral. Es significativo que en
estos dos últimos comicios el partido carlista nunca optó
a dos escaños, como seria lógico que hiciera si
de verdad era tan mayoritario, y en alguna ocasión tuvo
no pocas dificultades para conseguir uno. De ahí, y el
dato es elocuente, aun considerando –hay que insistir en
ello- las corruptelas electorales del periodo, que de los 19 diputados
forales elegidos entre 1890 y 1923, 8 fueran carlistas y 8 de
los partidos del Turno (prácticamente todos conservadores),
siendo los tres para el nacionalista Manuel Irujo.
En cuanto a Estella capital, hay que considerar que, al lado de
los testimonios que avalan su siempre calificativo de “meca”
o “ciudad santa del carlismo”, hay otros que matizan
su carácter. En efecto, sabemos que en la primera guerra
carlista en la ciudad del Ega hubo tantos voluntarios liberales
como carlistas. Después, en la Restauración, los
conservadores (ochoistas –seguidores de Enrique Ochoa–
y datistas), algunos liberales y otros (muchos independientes)
nucleados desde 1913 en el Bloque Administrativo, cuyo rasgo fundamental
era su anticarlismo, recibían tanto apoyo como sus adversarios
carlistas. De hecho, en Estella estos últimos tenían
peores resultados que en Pamplona, donde obviamente –y esto
es lo que les diferenciaba a ambas ciudades– los liberales
y republicanos obtenían en torno a un 40% de los votos,
mientras en la primera el apoyo a estas opciones era muchísimo
menor e incluso casi inexistente en el caso de los republicanos.
Todo lo dicho hasta aquí indica que los sectores opuestos
al carlismo tuvieron cierta importancia en Navarra. Desde luego,
ello no significa que todos esos sectores fueran liberales (existen
numerosos testimonios de que se trataba de “anticarlistas”
y también de que lo eran –lo mismo que sus oponentes–
por tradición familiar). Sin embargo, lo anterior muestra
hasta que punto El Pensamiento Navarro exageraba cuando, en un
artículo titulado “¡No desfiguremos la historia!”
(23-III-1923), afirmó que en las provincias Vascongadas
y Navarras no había habido guerras civiles, porque todos
sus habitantes eran carlistas.
De cualquier modo, la imagen de una Navarra unánimemente
carlista salió reforzada con la guerra de 1936-1939 y todavía
hoy algunos autores siguen reduciendo de forma sistemática
la presencia de liberales en Navarra, hasta calificarla de residual
o meramente testimonial. Además, en buena medida se continua
presentándolos igual que lo hacían sus adversarios
en el pasado, es decir, como antifueristas, anticlericales y atribuyéndoles,
contra toda evidencia, un carácter foráneo (¿No
es sintomático que a diferencia de lo que ocurre con sus
homólogos carlistas, la trayectoria –incluso en algunos
la mera existencia– de muchos jefes militares liberales
navarros –así Corres, Ezpeleta, Gurrea, Irañeta
Iribarren, Los Arcos, Moriones u Oraá–, apenas se
conozca en su tierra?).
La necesidad de resolver las incógnitas sobre la mayor
o menor implantación del carlismo en Navarra se extiende
a muchas otras cuestiones, algunas de ellas tan interesantes como
la de sus disidencia internas, o su cambiante política
de alianzas a partir de 1914 y sobre todo de 1916, cuando se trato
de crear un frente antijaimista. En concreto sería interesante
profundizar en su pragmatismo político en las elecciones,
que, por ejemplo, no le impedía pactar con los romanoístas,
a pesar de su insistencia en que “el liberalismo es pecado”,
o con los nacionalistas (después de haberlos tachado de
separatistas, etc.), o en cuestiones como la confluencia de muchos
liberales con los carlistas en el nuevo escenario abierto con
la proclamación de la segunda República y sobre
todo en 1936.
Considero que las reflexiones aquí expuestas son extemporáneas,
pues ponen en relieve lo escaso de nuestro conocimiento sobre
algunos aspectos de la historia contemporánea de Navarra.
De todos modos, el carácter introductorio de estas líneas
impide ir más allá de su simple planteamiento, por
lo que, dejando de lado las cuestiones políticas, paso
ya a los aspectos socio-económicos de las carlistadas en
Navarra, sobre los que también nuestro conocimiento es
escaso e incluso ínfimo, aunque la situación ha
variado con la publicación de este libra y el último
de del Río Aldaz, por lo que respecta a las consecuencias
demográficas, económicas y sociales de la primera
guerra carlista.
El desinterés de los historiadores hacia estos temas es
sorprendente se tiene en cuenta que Navarra ha tenido el privilegio
de ser escenario de todas las guerras habidas desde la Convención
y que las autoridades navarras, conscientes de las negativas repercusiones
sobre la población, se preocuparon de evaluarlas. Con este
objetivo mandaron hacer censos en 1796 y 1816 y elaborar una memoria
específica añadida al de 1877. Esta última
revela, frente a los daños oficiales, que en ese año
Navarra tenía menos habitantes que en 1860 y, por lo demás,
es sabido que tras el final de la guerra carlista, la “deshecha”,
había conciencia de que era el último eslabón
de una larga cadena de conflictos que sólo había
aportado a Navarra miseria, muerte y desolación. Los cálculos
de los costos económicos publicados por la prensa vascongada
y navarra del momento (209 millones de pesetas para las cuatro
provincias) son buena prueba de ello.
La conciencia de las gravísimas secuelas de la primera
guerra carlista estuvo también muy presente a su final.
Por ello el Gobierno mandó a los pueblos navarros contestar
una circularen la que se pedían datos detallados sobre
el número de hombres que habían combatido los dos
bandos y cuantos de ellos habían sido voluntarios y cuantos
forzosos, el de los que habían muerto o resultado heridos
e inútiles de por vida, el de los paisanos con los que
había ocurrido lo mismo y el de las familias que los habían
abandonado a causa de la guerra. A todo ello se añadían
preguntas sobre las pérdidas económicas de todo
tipo ocasionadas por el conflicto (casas, ganados, fabricas, puentes,
arbolado, etc.). Esta circular explica que la Diputación
de Navarra, inmersa entonces en el complejo proceso de negociación
del que saldría la controvertida Ley de Modificación
de Fueros del año siguiente, no ordenara hacer un recuento
de población en la inmediata posguerra. Como tampoco, que
sepamos, se conservan los padrones generales que debían
haber hacerse anualmente desde 1841, tenemos no pocas dificultades
para calcular las pérdidas demográficas ocasionadas
por la guerra carlista. Sin embargo, afortunadamente, existe una
importante masa documental que permite conocer sus perniciosos
efectos económicos y de toda índole en la población.
En este contexto es donde se sitúa el libro que ya paso
a presentar. Frente a la imagen tradicional de una Navarra volcada
totalmente en apoyo del pretendiente en la primera guerra, en
la que se exalta la lealtad de los combatientes, el romanticismo
de su empresa, etc., Francisco Santos se preocupa de algo que
apenas ha interesado a los historiadores hasta la actualidad:
la cara amarga de la contienda, sus terribles efectos sobre la
población: hambre, miseria, represión a corto plazo
y otras, sobre todo las derivadas de la venta de terrenos comunales,
que han gravitado sobre el agro navarro durante más de
un siglo.
Se trata de una obra que en su primera parte, lejos de determinismos
al uso y de aseveraciones categóricas, aun considerando
la importancia de factores socio-económicos y sin caer
en el extremo contrario, el de las motivaciones personales, otorga
a las situaciones específicas de cada localidad o comarca
un papel decisivo a la hora de explicar la actitud de la población
ante la guerra. Así, aclara que algunos sectores sociales
siguieran pautas distintas según las circunstancias y las
condiciones concretas en que se devolvía en su quehacer
cotidiano: por ejemplo, que una parte de los jornaleros de la
parte meridional de a provincia (siempre en un pequeño
porcentaje del total), ante la falta de trabajo en noi pocas localidades
se alistaran en las filas carlistas, mientras que no en otras
(Fustiñana, Pitillas o Beire) lo hicieran en la Milicia
Nacional. En este sentido es significativa la actitud de un grupo
de campesinos de Ujué poco antes de empezar el conflicto:
ante la negativa del cabildo parroquial a facilitarles trigo para
sembrar, manifestaron su protesta afirmando que los curas no querían
dar este cereal a los pobres, al tiempo que intentaban colocar
en la plaza pública un madero o “árbol de
la libertad”. De este modo, Francisco Santos pone sobre
aviso de los riesgos derivados de dar por hecho que los distintos
segmentos sociales tuvieron los mismos comportamientos, incluso
en zonas concretas como la Ribera, lo que es extensible con mayor
razón –se puede añadir– a la zona Media
y a la Montaña, donde la diversidad de situaciones en la
que se encontraba la población rural (vecinos propietarios,
caseros, pecheros, etc.) invalida la utilización indiscriminada
de un término tan profusamente empleado como el de campesino.
Entre otros extremos, también en esta primera parte el
autor, como hizo José Ramón Urquijo hace años,
pone de relieve el empleo de las quintas como sistema de reclutamiento
por parte de los carlistas y se analiza la composición
socio-profesional de un sector significativo de sus combatientes,
los que se fugaron de sus pueblos para unirse a sus filas.
En la segunda parte, en la línea de Rosa María Lázaro
Torres para Vizcaya y del último trabajo de Ramón
del Río Aldaz para Navarra, pero a partir de un contingente
documental poco utilizado hasta ahora, Francisco Santos aborda
el estudio de la financiación de la guerra. En ella analiza
concienzudamente los esfuerzos de ambos bandos para hacer frente
a los costos económicos que exigía el mantenimiento
de sus respectivos ejércitos. Pasa revista a los continuos
pedidos de contribuciones y suministros a los pueblos, a los instrumentos
puestos en marcha para cobrarlos, a las requisas de todo género
de productos y a los servicios de bagajes que tuvieron que prestar.
En este sentido pone el acento en que ambos bandos por igual y
muy frecuentemente se abastecían mediante la extorsión
y la amenaza. De este modo saca a la luz las dramáticas
consecuencias de la guerra para los pueblos, alguno de los cuales,
como Tudela, ya en enero de 1835 hablaba del “aniquilamiento
completo del país” y de la imposibilidad de hacer
frente a los pedidos.
El detallado examen de un elenco de fuentes muy variadas permite
a Santos recrear el ambiente de desesperación y angustia
en el que se desenvolvió la vida cotidiana de los navarros
por la presión a la que se sometían uno u otro bando
o los dos, cuando hacían incursiones en los controlados
por el enemigo o en los casos de los situados en la zona “promiscua”.
Precisamente una de las aportaciones más interesantes del
libro es el trazado de las zonas de dominación de los dos
ejércitos en 1838, cuya fiabilidad está fuera de
toda duda, puesto que procede de las autoridades carlistas que
establecieron en esa fecha qué pueblos dominaban, cuáles
no y cuáles eran recorridos por unos y por otros. La zonificación
resultante, Este (liberal)/Oeste (carlista) (se trata de la situación
militar dicho año), coincide en buena parte con la que
se deriva de la distribución de la Milicia Nacional referida
más arriba y en alguna medida viene a matizar la tradicional
norte (carlista)/Sur (liberal).
Otra aportación interesante del libro es que con el alargamiento
del conflicto la zona controlada por los carlistas en Navarra
fue incapaz de mantener a las fuerzas de su ejército, que
a finales de 1837, según la Real Junta Gubernativa del
reino, exigía 16.000 raciones diarias de pan y carne, 8.000
de vino (lo que puede dar una cifra orientativa del número
de combatientes) y 1.100 de pienso. Este prolongado esfuerzo económico
hizo que Navarra, la provincia con mayor producción agraria
del frente Norte, al final de la guerra estuviese exhausta, lo
que influyó directamente, aunque por lo general sólo
se pone el acento en los factores políticos, en los esfuerzos
para buscar la paz. No en vano Maroto, en su proclama de finales
de agosto de 1839 para explicar porqué había pactado
con Espartero, la primera razon que expuso fue “la falta
de recursos para sostener la guerra” y aludió a la
miseria extrema de su Ejército, después de tantos
meses sin suministros, a que el país estaba agotado por
os excesivos gravámenes, y a que no había con que
atender sus necesidades.
Al igual que Río de Aldaz, aunque con distinta perspectiva,
Santos ha corroborado las afirmaciones de Mendizábal, y
del diputado liberal estellés Gaspar Elordi en las Cortes,
de que Navarra era la provincia que más había contribuido
ha financiar la guerra. En definitiva, el autor demuestra cómo
el infortunio enseñoreó de unos pueblos cuyos habitantes
quedaron esquilmados y vivieron abrumados por el drástico
empeoramiento de sus condiciones de vida y agobiados ante el clima
de violencia que se desató contra ellos, todo lo cual dio
lugar a que protestasen repetidamente por su situación,
tanto ante la Junta Gubernativa de Navarra como ante el gobierno
liberal.
En la tercera parte se traza un cuadro de la situación
del campesinado navarro en el primer tercio del siglo XIX y se
pone de relieve la continuidad de algunos conflictos habidos antes
de la guerra carlista con los producidos durante su transcurso,
y cómo el malestar social fue encauzado por los carlistas
a su favor. Asimismo se muestra cómo la sustitución
del Diezmo por el impuesto del Culto y Clero, al beneficiar a
la oligarquía terrateniente, en su mayor parte liberal,
reforzó a los carlistas.
La cuarta y última parte es la más novedosa y quizás
la más interesante del libro. En ella se da cuenta de cómo,
una vez terminada la contienda, ante la falta de trabajo, tal
y cómo se había hecho durante su transcurso, algunos
trataron de roturar tierras comunales ilegalmente y también
cómo a otros su inadaptación a la nueva situación
de paz les llevó al pillaje y al bandidísimo. Pero
lo más importante es el exhaustivo análisis de las
ventas de bienes comunales hechas por los ayuntamientos a fin
de hacer frente al pago de los préstamos que habían
contraído durante el conflicto para comprar suministros.
Se estudian quiénes fueron los compradores y las distintas
modalidades de las ventas (algunas de ellas con reserva de derechos
para los pueblos) y sus consecuencias, que se vinieron a añadir
a las provocadas por las realizadas durante la guerra de la Independencia.
Los más perjudicados por estas enajenaciones municipales,
que mermaron aún más a partir de 1855, fueron los
campesinos más pobres (en la zona meridional de la provincia
constituían buena parte de la población), que en
adelante no pudieron utilizar los aprovechamientos de aguas, pastos,
leña, etc. Para compensar su carencia de tierras. El malestar
consiguiente originó enfrentamientos entre los últimos,
los denominados “comuneros”, que argumentaban que
sólo se habían vendido las hierbas y el aprovechamiento
de aguas, y los “corraliceros”, los individuos “pudientes”,
que habían adquirido tales propiedades porque eran los
únicos que tenían dinero suficiente para hacerlo.
Estos conflictos enrarecieron la convivencia en muchos pueblos
navarros y se convirtieron en su principal problema hasta la última
guerra civil.
En resumen creo que este libro viene a llenar un hueco muy importante
en la historiografía sobre la Navarra contemporánea
y constituye un buen ejemplo de los estudios de historia local
que aportan información y nuevas perspectivas para ir solucionando
los problemas de historia general, y en concreto para dilucidar
algunos del carlismo referidos más arriba.
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